Post by johnr on Feb 21, 2009 12:36:14 GMT -3
HERENCIA
de Espido Freire
Las lámparas, con uvas verdes y rosadas, de cristal austriaco, habían sido un regalo de la madre de Wolfgang.
Del espejo, art decó, con líneas tan puras que la mirada izqueaba, se había encaprichado Elena durante el viaje de novios: costó una fortuna trasladarlo hasta la casa. La cómoda, herencia de Elena, se la había traído consigo de Cuba una tía abuela soltera, y los cajoncitos aún conservaban forro de fieltro y raso amarillo y azul, un poco picados por la humedad y el tiempo.
Sus amigas, sentadas con precaución en el borde de las sillas, tomaban el café y admiraban los muebles y su historia, el buen gusto de la dueña; envidiaban la vida de Elena, la foto de su marido, alto, rubio, bien plantado, y después marchaban
a sus casas.
Elena recogía las tazas, apagaba las luces (las uvas verdes y carnosas se estremecían por un momento, agitadas por alguna corriente invisible) y suspiraba. Pensaba unos minutos en Wolfgang, siempre el trabajo, estaba cansado, ¿se acordaría de
ella...? Los días pasarían pronto, aquello no era vida para unos recién casados. Después preparaba unos panecillos con confitura, los colocaba en un platito, los distribuía armónicamente, con una cereza en el centro, un cuidado por el detalle incluso para ella sola, y los engullía sentada a la cabecera de la mesa.
Durante los tres primeros meses, la casa había agotado sus fuerzas y le había impedido pensar. Cuando Wolfgang paraba unos días por allí había demasiadas cosas por acordar, demasiadas decisiones pendientes, colores que despertaban dudas,
muebles con los que completar las habitaciones destartaladas. La casa, aquel ser orgánico que demandaba tiempo, dinero, atenciones, se había alimentado de ella, y ella había cedido de buen grado su sangre.
Después, el silencio. El parqué, bien pulido, brillaba bajo las esteras. Los muebles habían encontrado su lugar natural, el espejo, en el salón, la cómoda en el lugar preferente, y ella caminaba de puntillas de un lugar a otro, temerosa de perturbar
la paz de lo que había sido por tantos años su sueño inalcanzable: una casa bonita, un marido cariñoso: la vida.
Una tarde, cuando limpiaba el polvo, encontró un papelito en uno de los cajones de la cómoda. Elena no recordaba que la cómoda contuviera nada cuando la heredó. El papel, amarillento y rugoso, ocultaba cuatro palabras: Armando se ha ido. Y la frase, envuelta en la letra picuda e inconfundible de la tía, terminaba ahí.
Elena, sentada en el suelo, recordó el rostro arrugado, el acento contaminado irreparablemente por el tono del Caribe de la tía, la pobre solterona, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Armando se había ido, primero poco a poco; faltaba a las meriendas
de los martes, ya no le dejaba notas amorosas en la ventana. Después, no le mantenía la mirada. Al fin, había dejado de visitarla, y al final su prima Irene le trajo la noticia: Armando regresaba a España. Posiblemente fuera allí a casarse. ¿Qué sabían
las mujeres de los hombres?
Elena lloraba, veía de pronto las rejas de las ventanas, la pereza estival de La Habana, el cuarto con visillos lánguidos y una cómoda recién comprada, con sus cajoncitos forrados de raso celeste, y sintió lo que eran los días de soledad, conoció el miedo a quedarse soltera de por vida, a la pobreza, a la vejez implacable.
Quiso levantar la cabeza y alejarse de aquella idea, pero algo fallaba: la casa se desdibujaba y sus piernas parecían muy pesadas. Se despertó. Había soñado de nuevo con lindas casas, y maridos ausentes, y amigas que la envidiaban.
Pero ella estaba allí y ya no esperaba a su hombre, como antes había esperado; cuántas horas sin hacer nada desde que Armando se fue, quién sabe si a casarse, a España. Y su imaginación, que a veces le hacía estar casada con un rubio extranjero
llamado Wolfgang, y otras con un porteño de ojos negros, fallaba cada vez más a menudo, como su memoria. Se llamaba Elena, tenía ochenta y seis años, y de su pasada grandeza no le quedaba sino un espejito de tocador, una lámpara con dibujos de
uvas en la tulipa y una cómoda con cajones donde guardaba las cartas de Armando, amarillentas y caducas. Y su felicidad, como el sueño, se había esfumado con la madrugada.
de Espido Freire
Las lámparas, con uvas verdes y rosadas, de cristal austriaco, habían sido un regalo de la madre de Wolfgang.
Del espejo, art decó, con líneas tan puras que la mirada izqueaba, se había encaprichado Elena durante el viaje de novios: costó una fortuna trasladarlo hasta la casa. La cómoda, herencia de Elena, se la había traído consigo de Cuba una tía abuela soltera, y los cajoncitos aún conservaban forro de fieltro y raso amarillo y azul, un poco picados por la humedad y el tiempo.
Sus amigas, sentadas con precaución en el borde de las sillas, tomaban el café y admiraban los muebles y su historia, el buen gusto de la dueña; envidiaban la vida de Elena, la foto de su marido, alto, rubio, bien plantado, y después marchaban
a sus casas.
Elena recogía las tazas, apagaba las luces (las uvas verdes y carnosas se estremecían por un momento, agitadas por alguna corriente invisible) y suspiraba. Pensaba unos minutos en Wolfgang, siempre el trabajo, estaba cansado, ¿se acordaría de
ella...? Los días pasarían pronto, aquello no era vida para unos recién casados. Después preparaba unos panecillos con confitura, los colocaba en un platito, los distribuía armónicamente, con una cereza en el centro, un cuidado por el detalle incluso para ella sola, y los engullía sentada a la cabecera de la mesa.
Durante los tres primeros meses, la casa había agotado sus fuerzas y le había impedido pensar. Cuando Wolfgang paraba unos días por allí había demasiadas cosas por acordar, demasiadas decisiones pendientes, colores que despertaban dudas,
muebles con los que completar las habitaciones destartaladas. La casa, aquel ser orgánico que demandaba tiempo, dinero, atenciones, se había alimentado de ella, y ella había cedido de buen grado su sangre.
Después, el silencio. El parqué, bien pulido, brillaba bajo las esteras. Los muebles habían encontrado su lugar natural, el espejo, en el salón, la cómoda en el lugar preferente, y ella caminaba de puntillas de un lugar a otro, temerosa de perturbar
la paz de lo que había sido por tantos años su sueño inalcanzable: una casa bonita, un marido cariñoso: la vida.
Una tarde, cuando limpiaba el polvo, encontró un papelito en uno de los cajones de la cómoda. Elena no recordaba que la cómoda contuviera nada cuando la heredó. El papel, amarillento y rugoso, ocultaba cuatro palabras: Armando se ha ido. Y la frase, envuelta en la letra picuda e inconfundible de la tía, terminaba ahí.
Elena, sentada en el suelo, recordó el rostro arrugado, el acento contaminado irreparablemente por el tono del Caribe de la tía, la pobre solterona, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Armando se había ido, primero poco a poco; faltaba a las meriendas
de los martes, ya no le dejaba notas amorosas en la ventana. Después, no le mantenía la mirada. Al fin, había dejado de visitarla, y al final su prima Irene le trajo la noticia: Armando regresaba a España. Posiblemente fuera allí a casarse. ¿Qué sabían
las mujeres de los hombres?
Elena lloraba, veía de pronto las rejas de las ventanas, la pereza estival de La Habana, el cuarto con visillos lánguidos y una cómoda recién comprada, con sus cajoncitos forrados de raso celeste, y sintió lo que eran los días de soledad, conoció el miedo a quedarse soltera de por vida, a la pobreza, a la vejez implacable.
Quiso levantar la cabeza y alejarse de aquella idea, pero algo fallaba: la casa se desdibujaba y sus piernas parecían muy pesadas. Se despertó. Había soñado de nuevo con lindas casas, y maridos ausentes, y amigas que la envidiaban.
Pero ella estaba allí y ya no esperaba a su hombre, como antes había esperado; cuántas horas sin hacer nada desde que Armando se fue, quién sabe si a casarse, a España. Y su imaginación, que a veces le hacía estar casada con un rubio extranjero
llamado Wolfgang, y otras con un porteño de ojos negros, fallaba cada vez más a menudo, como su memoria. Se llamaba Elena, tenía ochenta y seis años, y de su pasada grandeza no le quedaba sino un espejito de tocador, una lámpara con dibujos de
uvas en la tulipa y una cómoda con cajones donde guardaba las cartas de Armando, amarillentas y caducas. Y su felicidad, como el sueño, se había esfumado con la madrugada.